Si alguna vez has estado en Ribeira d’Ilhas, conocerás esa
frase.
Asomada a un acantilado, intenta teñirse del material
imperceptible del muro que la sujeta, mientras desafía al tiempo y al océano. Sin
embargo, no es fácil escapar de ella.
Desde la ventaja de quien ha nacido con vocación demiúrgica,
y con aprendida inclinación surfista, se descuelga poco a poco por tu ventana trasera y busca una y otra vez sumergirse en las frescas aguas del Atlántico. De
pronto, está a tu lado. Segundos más tarde, se instala en tu cabeza.
Y así esperas que llegue
tu ola, mientras piensas en ese Claudio, niño prodigio de la costa portuguesa, jinete
acuático desde el vientre de su madre, quien también surfeaba cuando era una
niña, joven apuesto y feliz que hace temblar las piernas de cualquier muchacha
que quiera asomarse al fin de la tierra conocida, local poderoso y rey del
mundo. Y también imaginas a una adolescente frágil de Ericeira, allí arriba, spray en
mano, muerta de amor y haciendo malabares con su vida para declararse con la inmensidad del
mar como testigo. Anónima heroína, sin tiempo si quiera para escribir su nombre,
entregada a la única causa que tiene sentido, y que no es otra que O meu Claudio –como lo llama ella- compruebe su entrega cada día, y pueda leer de soslayo y en pleno cutback imposible, las tres palabras que
dominan a todos pero que solo pertenecen a uno.
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